Ese día fui a visitar a mi abuela paterna, que vivía casi a espaldas de nuestra casa, allá donde todo parecía estar inmóvil. Nunca me entusiasmó visitarla aunque siempre acudía con la esperanza de entrar en alguna de esas habitaciones donde a los niños se le prohibía entrar, como aquella que decían que era la de los abuelos y la otra que se rumoraba era los cuartos de los cachivaches. Me aburría demasiado cuando estaba ahí. Había pasado la mirada una y otra vez a buena parte de la apacible casa, eso era la único por lo que no te llamaban la atención: observar. Sabía con detalle cada rincón de la casa, sobretodo la cocina, donde ella mientras lavaba los trastes decía “Ustedes los niños son como estas esponjitas: absorben todo. Así son ustedes”, frase que en lo absoluto no me resultaba novedosa y hasta producía en mí un poco de tristeza al no encontrarle sentido en ese silencio incómodo donde las conversaciones se ausentan.
Cuando no estaba en la cocina viendo las mandíbulas de tiburón cazadas por mis tíos me pasaba las horas en la sala, viendo la heráldica de mi apellido paterno, el gran mueble que se abría y aparecía un radio con todo y tocadiscos, el cual nunca lo escuché encendido. Luego, las fotografías de primos que no recordaba o no sabía bien a bien a quienes correspondían, ya que eran muy parecidos todos ellos y lejanamente los visitábamos en Los Ángeles, California. En el exterior, me gustaba acercarme al gran eucalipto a recoger los pequeños conos amarillos que le llovían, y mínimo recogía cien semillitas en cada visita. También paseaba mi vista a aquel automóvil, a veces descubierto por una lona que lo protegía, a veces destapado, antiguo y oscurísimo al cual nunca lo vi funcionar pero siempre estuvo reluciente como si estuviera en un museo mientras me preguntaba a qué pariente se le ocurría tener un carro como los que usaba Al Capone.
Deseaba irme a mi casa lo más pronto posible, y sólo necesitaba que me encaminaran a la esquina, y que ella me siguiera con la mirada, hasta que doblara la esquina, pero mi abuela me dijo “Espera, te tengo un regalo”. Y ahí estaba yo nuevamente aburrida, en ese sillón floreado viendo para todos lados, especialmente hacia la mesa del comedor, donde de vez en cuando dejaban algo novedoso como esos bultos donde estaba... ¿una muñeca?. Mi abuela me dijo “No la tomes aún, espera, deja ir por algo que quiero que le lleves a tu mamá” y desapareció de repente yéndose a ese cuarto oscuro y misterioso que decían era la recámara de los abuelos. Mientras tanto, desde la sala miraba a esa muñeca, de trapo, común, ni bonita ni fea, no me emocionaba mucho tomarla, aunque era rara, una muñeca que nunca vi en los supermercados ni en la televisión ni en brazos de otra niña. Parecía hecha a mano, quizá tenía algo de tejido en ella. Me preguntaba qué atributos tenía entonces, algo bueno debería poseer, no sé, que hablara, que caminara, que hiciera popó o pipí sería algo muy extraño en una muñeca de trapo, pero mínimo un traje reversible o algún detalle en su vestimenta que no tuvieran mis otras muñecas y que la hiciera especial. En eso mis ojos vieron algo muy extraño y que ninguna muñeca mía había hecho y nunca haría jamás: la muñeca levantó su bracito derecho y lo movió donde se formaba burdamente una especie de mano, como si dijera “Bye”. No me asusté, es obvio que una muñeca no me podía hacer daño alguno, porque yo las quería a todas, aunque estuvieran mancas o cojas o feas, a todas. Pero ese efecto no era común en muñecas de trapo. Así que en cuanto regresó mi abuela Josefina le dije que esa muñeca me había dicho “Bye”. Ella me escuchó mientras me tomaba del hombro y me miraba fijamente, pero de inmediato y sin decir nada me dió el paquete para mamá. “Pero abuela, la muñeca hizo bye, yo la vi, en verdad” y ella sólo dijo “Sí, mija, ajá. Ándale pues, me saluda a su mamá de mi parte, ¿eh?” y arrimó la muñeca al paquete que me llevaría a casa.
Pensé varias veces en platicar nuevamente lo sucedido, pero intuía que jamás volverían a creer esta historia, más si la muñeca ya no estaba conmigo. Tiempo después, le conté esto a mis amiguitas de juego, justo cuando nos platicábamos historias escalofriantes de aparecidos y sucesos inexplicables. Para mi sorpresa, ellas fueron las primeras en creerme todo lo que les dije y hasta una del grupo, la mayor de todas, una gordita pálida de quinto año, me dijo muy seria que eso significaba que pronto yo moriría. ¿Cómo lo sabes? le pregunté creyendo que eso no predecía nada, como tampoco la mano que toca el piano en la escuela de adelante significaba que se iría a morir la directora y ella me contestó “¿no lo ves? te está despidiendo, te dijo bye”. Recogí con incredulidad su comentario y me fui a casa, sin embargo, aunque me reconfortaba que esa muñeca se me alejara de mí perdiéndose como tantas otras. Por eso empecé a sospechar que mi asma si podría ser mortal, más si seguía contando esta historia.
lunes, mayo 15
La muñeca que dijo Bye
Y la culpa la tiene Kamelie a la/s 7:27 p.m.
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4 comentarios:
Pero esto, sí es verdad amigo Danielo....
muajajajà
tsss, a mi mamá de pequeña le hablaban las muñecas... tsss, que feo.
¿que pasará con la reunión blogger?
Bueno pues, pero te moriste o no?
:P
Saludos Karlita :)
Estoy bien muerta.... :|
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