lunes, marzo 7

Kamelie, la bailarina que no fue.

En estos días vi "El cisne negro" (Black Swan), una película con el tema del ballet. Quizá como millones de chiquitinas, ahora adultas, les recordó una etapa de su vida en la que sus mamás las llevaban al ballet. Bueno, yo les contaré mi historia.

No sé como me llegó el gusto por el ballet a la edad de cinco o seis años. Apenas recuerdo de niña ver espectáculos de ballet en televisión y me pregunto ¿cómo y en qué canal es que en televisión abierta a inicios de los ochenta transmitían eso? Hoy sería impensable. Creo que intentaba bailar como ellas cuando mi madre me preguntó ¿Quieres ir a la Casa de la Cultura a las clases de ballet? -¿Qué es Casa de la Cultura?, le respondí.  Me compraron dos leotardos, uno negro y otro rosa, medias rosas, y chanclitas de ballet y allá voy, dispuesta a ser mi mejor papel en la danza clásica. Emocionada entro al salón, encuentro un rostro familiar de alguna niña de mi escuela, me hace entrar en cierta confianza. Yo siempre seria, disciplinada y atenta, seguía las indicaciones de la instructora. Hacía lo que me pedía, pero no era lo que yo buscaba: yo quería bailar, y esa señora nos hacía perder el tiempo con ejercicios. Primero, nos encargó traer papel con las medida de nuestra propia altura, y crayones, luego a escoger pareja. Teníamos que tendernos sobre la sábana de papel y dibujar el controno del cuerpo de nuestra pareja en él. Las manos fue lo más complicado, sobretodo si tienes siete años. Pero la clase de dibujo era otra y yo quería clase de danza. Supuse que después de este ejercicio lo bueno estaría por comenzar. A la clase siguiente la maestra nos encargó un hula hula, mi madre estuvo coniguiendo uno por toda la ciudad hasta que dimos con él. Sería utilizado para el siguiente ejercicio: Nos situábamos en el centro del hula hula el cual estaba tendido en el piso, nos hacíamos pequeñitas en cunclillas y nos imaginábamos que éramos semillas de las cuales una planta iba creciendo. La verdad apenas entendía sobre el crecimiento de las plantas, pero imitaba a mis compañeras de al lado. Se me hizo divertido, pero no era lo que yo buscaba: bailar de puntitas y de manera elegante. Le dije a mi madre que eso no me estaba gustando y ella me ofreció cambiarme de escuela.

Entro a una clase de ballet en los cursos de extensión artística de una universidad particular. La maestra enseña simultáneamente a dos grupos a la misma hora en el mismo salón, o por lo menos se traslapaban algunos minutos, lo suficientes para recordar sus coreografías y vestuarios hasta el día de hoy. Eso era el ballet para mí, las posiciones, las técnicas para no marearse, repetir una y otra vez la coreografía y cada vez perfeccionarla hasta conseguir un "Muy bien Kamelie". Ahí, no estorbaba mi delgadez, mi pie plano tenía esperanzas de desaparecer y mi asma lo cuidaba con grandes chamarras y bufandas. Mientras atendía la maestra al otro grupo, el de las niñas mayores, nos dejaba ejercicios de estiramiento. No es necesaria una fotografía para recordar mi imagen frente al espejo. Nunca me había observado tanto frente a él, la autoconsciencia llegaba y me daba escalofríos.

Las niñas mayores vestían de azul pastel, un color que odiaba pero que con gusto usaría sólo para bailar El Lago de los Cisnes. Claro, sólo era un brevísimo fragmento de la obra la que ensayaban, pero recuerdo que memorizaba los pasos para ensayarlos en casa. Añoraba el momento de crecer como ellas y bailar esa música.

Así transcurrieron los meses y se acercaba el día de nuestra presentación de fin de curso. Mi primer vestuario de verdadera bailarina iba a ser comprado. Fuimos a comprarlo a Estados Unidos y francamente sentía que mi sueño se estaba volviendo cada vez más real. La fecha se había fijado para un jueves y eran ya los últimos ensayos. El disco de vinil de Richard Claydermann estaba en mi casa y la Balada para Adelina sonaba todas las tardes repitiendo los pasos para que todo saliera perfecto. Mi madre había sido avisada que la presentación se haría frente a la explanada de biblioteca un jueves. Posteriormente y debido a la logística se adelantó la fecha para un martes. La maestra nos lo repitió un par de veces e hizo hincapié a cada uno de nosotros a la salida. "Le avisas a tu mamá, Kamelie". -Sí, maestra. A los siete años, los días, las horas y los minutos, se mezclan en algo que se llama eternidad, y a veces tiene un sabor amargo.

Pasó el martes, el miércoles y el jueves, me fui con mi tutú nuevo, mi mejor chongo y los nervios de presentarme frente a los adultos. Al llegar la explanada lucía desolada, totalmente vacía, al menos hubiera querdio encontrar sillas, basura, algo, alguien... nada. Fuimos extrañadas, mi madre y yo, a la escuela de danza. La secretaria, friamente me comunicó que las clases habían terminado hacía una semana, y que el martes pasado habría sido la presentación final. Me invadió la tristeza  y me enojé con mi desmemoria. ¡Cómo pudo pasarame eso! Lloré de impotencia. Decidí no regresar ya más al ballet, creo que por pena. Yo decidía cosas muy serias en ese entonces, como dejar de ver a mi padre, por ejemplo.  Años después me preguntaría qué hubiera pasado si hubiese permanecido en aquel grupo, mi pie plano, mi oculta escoliosis y mi eterno asma no creo hubieran ayudado a destacar en ese arte. Las ganas de bailar continuaron, entrenaba a mis hermanas y con el tutú de la infancia de mi madre aunado a mi traje nunca estrenado en público, parecía que las coreografías, impuestas por mí, iban tomando forma. Llegó otra música, otras coreografías, otros pasatiempos, y el ballet se volvió recuerdo.

Hasta hace pocos años descubrí que la señora que nos ponía a dibujar nuestros contornos y hacer ejercicios de plantita en crecimiento era Carmen Bojórquez, y en esos años, con esos alumnos formó el grupo de danza contemporánea Paralelo 32.

Ahora, mi sobrina, deportista de alto rendimiento, en plena adolesecencia quiso dejar todo, dejar horarios estrictos y entrenamientos exhaustivos. Le cuento esta historia, quizá sólo la parte que le sirve, que es el "¿qué hubiera pasado?" le digo que no se quede con las ganas, que va a la mitad del camino, que no tire la toalla y que siga en lo suyo, que tenga la certeza de sus verdaderos límites. Tomó mi consejo, y no se está quedando con la duda.

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