lunes, abril 13

Felis silvestris catus

Odio los gatos, tan presumidos, indiferentes, altivos, creídos. Se pasean por la vida muy orondos por la vida... y por lo techos... y por todas partes.

Odio los gatos.

Su pelaje volátil, sus dientes afilados y sus olores... ¡sus olores! Sus orejas puntiagudas, delicadas y puntiagudas, frágiles y puntiagudas. Sus bigotes, escasos y largos... ¡sus bigotes!

Esta semana tuve dos experiencias desestables con esa especie. La primera fue en una grabación que estoy haciendo de unas cápsulas de recomendación de libros, para el programa matutino De todo un poco. Estaba muy concentrada en mi discurso, y en eso que me pasa el gato y se me restriega en las piernas ¡Confianzudo! ¡Guácala!. Tendría que lavar el pantalón, pensé.

Hice un gran esfuerzo al principio, como toda profesional que soy. Una segunda restregada no soporté y pedí que cortaran la grabación -como toda una diva, hasta que ese gato se fuera muy pero muy lejos. Funcionó.

La segunda experiencia es la causante de unas leves ojeras que traigo. Cada noche se escuchan ruidos sobre mi cama, es decir, sobre el techo, pero no tan lejos, algo más cerca, algo así como arriba del cielo (cartón de yeso). Pasos, ruidos extraños, alambres que se mueven, maderas que crujen, metales que chocan. Adivinaron: es el gato. Con todo y terror superé mi honda acrofobia, subí al techo y coloqué varias piezas de ladrillo. Inútil. Algún recoveco dejè al descubierto que no tardó en hacer el mismo concierto nocturno.

Veremos que pasa hoy.

1 comentario:

52X Max dijo...

te diría ke pusieras una cat-apulta (o era gatapulta?) en el techo, pero no creo ke nadie más haga esas cosas aparte de mí